martes, 20 de mayo de 2008

desde una luna exogaláctica

De aquella piedra lunar brotaba agua; el único rastro de agua a lo largo de millones de años luz de exploración; poco suficiente para significar algo, sencillamente una combinación química ordinaria en unas condiciones precarias. La transporté a la nave y allí tomé su contenido. Tal vez el único rastro de agua en mucho tiempo; no importaba. Nada sería radicalmente alterado con este modesto hallazgo ni con su encubrimiento. Entré a mi cubículo y allí prendí la representación holográfica de Nadia. Asocio a Nadia con el tiempo, con el transcurso suave y venenoso de su discurrir en los años. Allí, en la escena grabada en el reproductor de holo, está ella, sentada en medio de nuestros amigos más apreciados; su largo y elegante vestido negro cae delicadamente desde los firmes hombros hasta el suelo, fundiéndose con las patas de la grande silla que le hace parecer sentada en su propio trono embrujado, como sacado de un reino hechizado creado exclusivamente para ella. Cuenta la historia de la vez que nos conocimos. Con gracia, mientras sostiene la copa de vino con la otra mano, va narrando la lamentable impresión que le cause la primera vez que me vio; usaba yo en esos días unas gafas en espiral alámbrico cuyo puente emergía como una primitiva industria del siglo XIX que no cesaba de expulsar humo alimentado por el plomo que tocaba insertabar en pequeños cigarrillos en el marco a la altura de las orejas. Karl Leze decía que debía verme como un orangután deglutiendo smog y todos aplaudieron el chiste. Yo me mantenía alejado, distante de la amena reunión, bajo el pretexto de estar grabándolos en "estado natural", pero conservando fija mi atención en ella, lo segura y desenvuelta en medio de nuestros kamarades, como la luz que iluminaba sus rostros, la energía que permitía desarrollar la reunión y los comentarios; todo giraba en torno a ella, y la manera de maniobrar su copa de vino era la de un maestro de orquesta que ordena los crescendos y minuendos con la intuición de una sabiduria proveniente de otro espectro del universo. A veces me atrapaba absorto en su contemplación y con un discreto guiño me mandaba un beso desde la distancia. La escena en el holo podría durar un par de horas más si lo deseaba, pero me sentí súbitamente asaltado por la impresión de saberme olvidado de ella y que mi momento fue tan efímero como lo fue ese instante en que ella aún daba la idea de poder ser tangible, cuando daba la idea de que podía acercarme a ella, acariciarle su abundante cabellera castaña, decirle cuánto la amaba y darle un beso en la frente. La emprendo hacia la escotilla y desde allí trato de calcular la velocidad de expansión de la galaxia en la que me he perdido y hacer la relación con los años en que debe llevar enterrada Nadia. Yo ya dejé de ser humano, sólo seguí el polvo esparcido de los cometas y un rayo se apoderó de mi cabeza para hacerme un ser de fuego y gases. No hay nada adentro de este uniforme ni rostro detrás de la enceguecedora escafandra. Sólo soy esta retroalimentación de fulgores galácticos que se consume con la velocidad de una estrella fundida. No siendo humano me asaltan sueños y temores propios de la infancia; me pregunto entonces ¿hasta qué punto no soy un destello de conciencia estropeada? En ocasiones es como si tuviera los ojos fuertemente cerrados, sólo al abrirlos de nuevo estarían los buenos días, los asados, los problemas insignificantes de cuentas, las caricias, las charlas íntimas y el sosiego de encontrarse en casa. En la nave las cosas circulan por su propia voluntad. Los hologramas me asaltan y llegan esos flashes de risas, de discreta coquetería, de intereses terrestres, de aspiraciones que parecían lógicas en su tiempo. Allí se encuentra Markus, pedante, excitado, con las mangas de la camisa recogida, me muestra cifras de cotizaciones en el mercado de valores. Por otra parte, se encuentra Sofía, sentada a la izquierda de Nadia, las piernas bastante juntas como si guardase un tesoro en medio de ellas. Un loco Gregor agita la botella de ginebra con una amplia sonrisa en la regordeta cara roja. La hermosa Natalj, con expresión interesante, fuma un largo cigarrillo mientras con sus espectaculares ojos negros recorre el salón. Nikola, siempre taciturno y angustiado, sostiene su frente con su gigantesca mano derecha; me voltea a ver, trata de perfilar una risa en su cara y vuelve a bajar la mirada al piso. Es como si me encontrara de nuevo en el mismo punto que dejé 10 años atrás, viviendo una vida que ahora me es indiferente, en este espacio exterior rodeado de fuerzas que me abruman y me acechan, rodeado del miedo y la zozobra. Guíado por la primordial fuerza del big bang es como si la explosión fuese lo único que restara. Y me gustaría retornar la nave. Ir contra las fuerzas elementales del universo y retroceder, retroceder hasta lo imposible. Retornar al primer punto, a ese primer súper átomo que ocasionó toda esta tragedia y rendirme ante él como si alguna vez hubiera representado una fuerza contraria y entonces hacer las pases. Todo caería con gracia en este desmayar de una fricción dolorosa. Nadia me vería desde lo lejos de unos 12 pasos, me mandaría un beso y yo sabría que si se me antojara podría caminar un poco y besarla.

sábado, 3 de mayo de 2008

Tenía nombre; uno que no podía escribirse, como el de los demás que habitaban ese lugar. Hacía cientos de años que las palabras habían venido a formar parte de lo que lo que nosotros podríamos denominar como lenguas muertas. Sólo los estudiosos ocupaban largas jornadas en dilucidar alfabetos de distintos órdenes y él, a pertenecer a ese gremio, se había valido de lo poco que había conocido para escribir una historia.
Y la historia que contaba no obedecía a una suerte de impulso inherente que sus antepasados le adjudicaban a los de su especie para que así encontraran un elemento que las distinguiera de las demás, de hecho, la presunción de que adolecían ese impulso era una pieza más del museo que habitaba en todos ellos como una noción risible de algo que los antiguos habían denominado como ideas. La obsesión por ponerle a todo un nombre fue borrada y su comunicación se circunscribía a simples gestos.
Por eso cuando escribió la narración fue objeto de desdén entre sus colegas y no tuvo repercusión entre los demás miembros de la comunidad. En su momento ya no cabía interés por ninguna cosa: la inmortalidad había perdido ese hálito divino y después de haber sido conquistada, la generación que se entregó con candor a esta oferta, pervivía en su aburrimiento; los viajes en el tiempo habían desembocado en la conclusión de que así se marchara atrás las cosas no cambiarían y la hipótesis de un mundo perfecto se desvaneció en un tedio que ocasionó que el último viaje al pasado fuera una suerte de saboteo que sin embargo no produjo la eliminación de la raza, como se lo habían trazado, pocos días antes de ese último viraje a lo que había sucedido en los lejanos años en que comenzó la empresa ciega de la especie.
Lo escrito aparecía en un idioma que se diluyó poco después de una de las grandes conflagraciones acaecidas gracias a un pequeño asteroide que había penetrado al planeta. Y pocos años después se convirtió en una moda académica el hecho de manejarlo, para así adentrarse en los rudimentos de cómo se contaban las historias quienes vivían inmersos en ese idioma. Pero cuando decayó el uso del aparato de fonación, toda moda desapareció.
El título del texto fue Automemorias, debido a que él quería hacer un acopio de lo que había vivido como si fuera un testigo de sí mismo; la vida no era de él, era un accidente en el que su voluntad no había mediado, como tampoco mediaba en su tedio habitual; en sus constantes caminatas al cerro donde podía divisar el anillo que circundaba al planeta y que en las chispeantes tardes se reflejaba sobre los lagos de agua pesada, como una premonición de que había un lugar en el universo donde este se tragaba a sí mismo. “El universo tiene hambre”, había leído en un pequeño extracto que en la universidad hecha ya ruinas en su tiempo, había encontrado en los anaqueles correspondientes a los artefactos escritos de aquel idioma en el que escribió sus automemorias, y a un costado, en una letra nerviosa y manuscrita, aparecía escrita una glosa: “¿Antimateria?”.
Automemorias refería lo que podía considerarse como no importante en su vida, y no lo hacía bajo la sospecha de que esos pequeños detalles fueran los que iban construyendo sus días, sino que en los mismo veía la hilacha de ese extraño sometimiento al que se veía abocado cada miembro de la especie a continuar respirando.
La mañana en que culminó su texto sabía que no tenía la menor oportunidad de enseñárselo a alguien y poco antes de tirarlo en el lago de agua pesada que quedaba en las afueras de la ciudad, entendió por qué las palabras habían desaparecido, por qué el mismo silencio se anulaba a sí mismo, si el que lo portaba se hacía consciente de estar ausente de las palabras. Ese ruido que habitó desde esa mañana en él jamás lo dejó en paz hasta el día de su muerte; es decir, hasta dos semanas después de haber roto lo escrito en papel higiénico y dejarlo a merced del líquido sobre el que se reflejaba el hálito de la estrella que iluminaba al planeta.