sábado, 3 de mayo de 2008

Tenía nombre; uno que no podía escribirse, como el de los demás que habitaban ese lugar. Hacía cientos de años que las palabras habían venido a formar parte de lo que lo que nosotros podríamos denominar como lenguas muertas. Sólo los estudiosos ocupaban largas jornadas en dilucidar alfabetos de distintos órdenes y él, a pertenecer a ese gremio, se había valido de lo poco que había conocido para escribir una historia.
Y la historia que contaba no obedecía a una suerte de impulso inherente que sus antepasados le adjudicaban a los de su especie para que así encontraran un elemento que las distinguiera de las demás, de hecho, la presunción de que adolecían ese impulso era una pieza más del museo que habitaba en todos ellos como una noción risible de algo que los antiguos habían denominado como ideas. La obsesión por ponerle a todo un nombre fue borrada y su comunicación se circunscribía a simples gestos.
Por eso cuando escribió la narración fue objeto de desdén entre sus colegas y no tuvo repercusión entre los demás miembros de la comunidad. En su momento ya no cabía interés por ninguna cosa: la inmortalidad había perdido ese hálito divino y después de haber sido conquistada, la generación que se entregó con candor a esta oferta, pervivía en su aburrimiento; los viajes en el tiempo habían desembocado en la conclusión de que así se marchara atrás las cosas no cambiarían y la hipótesis de un mundo perfecto se desvaneció en un tedio que ocasionó que el último viaje al pasado fuera una suerte de saboteo que sin embargo no produjo la eliminación de la raza, como se lo habían trazado, pocos días antes de ese último viraje a lo que había sucedido en los lejanos años en que comenzó la empresa ciega de la especie.
Lo escrito aparecía en un idioma que se diluyó poco después de una de las grandes conflagraciones acaecidas gracias a un pequeño asteroide que había penetrado al planeta. Y pocos años después se convirtió en una moda académica el hecho de manejarlo, para así adentrarse en los rudimentos de cómo se contaban las historias quienes vivían inmersos en ese idioma. Pero cuando decayó el uso del aparato de fonación, toda moda desapareció.
El título del texto fue Automemorias, debido a que él quería hacer un acopio de lo que había vivido como si fuera un testigo de sí mismo; la vida no era de él, era un accidente en el que su voluntad no había mediado, como tampoco mediaba en su tedio habitual; en sus constantes caminatas al cerro donde podía divisar el anillo que circundaba al planeta y que en las chispeantes tardes se reflejaba sobre los lagos de agua pesada, como una premonición de que había un lugar en el universo donde este se tragaba a sí mismo. “El universo tiene hambre”, había leído en un pequeño extracto que en la universidad hecha ya ruinas en su tiempo, había encontrado en los anaqueles correspondientes a los artefactos escritos de aquel idioma en el que escribió sus automemorias, y a un costado, en una letra nerviosa y manuscrita, aparecía escrita una glosa: “¿Antimateria?”.
Automemorias refería lo que podía considerarse como no importante en su vida, y no lo hacía bajo la sospecha de que esos pequeños detalles fueran los que iban construyendo sus días, sino que en los mismo veía la hilacha de ese extraño sometimiento al que se veía abocado cada miembro de la especie a continuar respirando.
La mañana en que culminó su texto sabía que no tenía la menor oportunidad de enseñárselo a alguien y poco antes de tirarlo en el lago de agua pesada que quedaba en las afueras de la ciudad, entendió por qué las palabras habían desaparecido, por qué el mismo silencio se anulaba a sí mismo, si el que lo portaba se hacía consciente de estar ausente de las palabras. Ese ruido que habitó desde esa mañana en él jamás lo dejó en paz hasta el día de su muerte; es decir, hasta dos semanas después de haber roto lo escrito en papel higiénico y dejarlo a merced del líquido sobre el que se reflejaba el hálito de la estrella que iluminaba al planeta.

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